Por José Luis Taveras
Un sistema arrugado se resiste a admitir su decadencia. Una oposición anulada por el silencio o por sus ambiciones, deja caer sus armas. Un puñado de expresiones ciudadanas se esparce en la inutilidad. Un gobierno de tímidas determinaciones dormita en su vanidosa popularidad. Una sociedad armada de desesperanza confiesa sus desgracias al viento, mientras, desde su inmovilidad, reclama nuevos rumbos y manda al paredón a los mismos paradigmas que cobijan su apatía.
Así andamos, concientes de los nebulosos azares que se ciernen sobre el futuro y sin un plan de evacuación a mano. A la espera de un milagro sin fe, de un mesías no anunciado o de un quijote sin armadura. Espectadores mediocres del mismo drama cuyo guión coreamos con desganada fruición, más por hábito que por devoción.
El problema dominicano es que los que pueden no quieren y los que quieren no hacen.
¿Quiénes pueden? Los intelectuales. Esos que se presumen sobrepujar a los que usan como neuronas sus intestinos. En un tiempo sirvieron para iluminar caminos; hoy, ¿quién sabe?, buenos para nada; desvanecidos en la intranscendencia más diversa. La conciencia de algunos se pasea en una Lexus y se expresa en giros bancarios; otros se arrinconan, como refugiados, en guetos de lubricaciones abstractas.
Puede el gran capital empresarial, arquitecto de visiones audaces y creativas, misión en desbandada por la bárbara lucha de intereses en esta selva mercantil. Sustraídos de la ruina social y plegados al poder como empresa; críticos autorizados del sistema político, por cuyas mociones, en las sombras, apuestan como subasta al pregón, para luego pasar facturas o arrancar contrataciones.
La iglesia, avasallada por una casta medieval de semidioses. Representantes no sé de cuál dios en este “orden” de iniquidades, no para denunciar, con vigorosa voz profética, sus vicios y exacciones, más bien para bendecirlo mientras perduren en él sus sacros privilegios.
Los medios de masa, constructores ideales de conciencia. Redescubiertos como negocio para condenar, absolver, denostar, condicionar, lastimar, prejuiciar, embrutecer y mil diabluras más. Democráticamente indulgentes para vaciar la fetidez cloacal de nuestras mediocridades y asertivamente selectivos para encumbrar la opinión mercenaria o la distracción enajenante.
¿Quiénes quieren pero no hacen? Una masa amorfa de vivientes que respira apretujadamente en un espacio de dignidad más pequeño que sus miserias. Esos que hacen historia anónima de la cotidianidad sobrevivida. Cuentan para los votos y las estadísticas; se les llama indistintamente mercado electoral, masa de consumidores o comunidad de usuarios, dependiendo del tipo de manipulación para la que sirven. Material de uso desechable cada cuatro años; condones para preservar los excesos del placer de unos pocos.
¿Quiénes quedan? Los políticos. Dueños del poder formal, recipientes de todas las críticas, responsables de todos los infortunios, destinatarios de todas las maldiciones, blanco de todos los tiros, encarnación de todos los males. Pero sucede que esos bichos nadan en las aguas vendidas a sobreprecio por el gran capital, descompuesta por la mugre de la opinión y “purificada” en los altares de la hipocresía religiosa.
Esa es la sociedad de la náusea que aspira a escalar, de la mano de esos mitos, a dimensiones más iluminadas de bienestar.
Pero culpable soy yo que escupo el esfuerzo callado de aquellos que han preferido hacer lo que desde este escritorio me resulta cómodo juzgar. Esos que todavía sueñan y prestan sus alas para suicidas travesías de dignidad sobre mares solitarios. Les pido perdón. Perdón por mi confort, por mi ausencia, por mi complicidad… por mi miedo.
Perdón, grito que prende como chispa de la confrontación de nuestra indiferencia con retos insensiblemente desatendidos. Actitud clave para desatar decisiones secuestradas por el desdén y por la desidia.
Mientras no hagamos como ciudadanos lo que nos corresponde en nuestro espacio, perdemos calidad para reclamar lo que no merecemos.
Tomado de acento.com.do
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