Escrito por: Millizen Uribe
En un interesante trabajo, por allá por los finales de los años 60, el filósofo y escritor francés Guy Debord describió una sociedad del espectáculo como aquella donde en vez de la esencia, reina la apariencia. En el libro advierte cuan peligroso es ese momento cuando lo que una vez fue vivido, o al menos pensado y defendido - agrego yo - se convierte en una mera representación.
Tal estado de cosas reina hoy en la República Dominicana, donde sectores de poder han logrado colocar en el imaginario público categorías vacías como democracia, desarrollo, progreso, modernidad, institucionalidad, partido, funcionarios, cuyas ausencias son desnudadas de manera reiterada por una simple revisión terminológica, por las cifras incluso presumiblemente maquilladas de “instituciones públicas” y hasta los informes de monitoreo de países extranjeros que ni posiciones serviles logran ocultar.
No hay dudas que el mayor éxito trasciende la capacidad de articular esas imágenes. Lo es la facilidad con que el pueblo dominicano las compra y las asimila. Así, hay quienes, por ejemplo, afirman la existencia de un imperio de la ley, de un sistema democrático, de un Estado Social Democrático y de Derecho y de un sistema de partidos.
Lo mismo es pregonado en foros internacionales, comunicados de prensa y defendido “hasta la muerte” por estos nuevos actores de la comunicación: las bocinas y los interactivos. Pero la realidad común está ahí, trasciende las interesadas visiones subjetivas y apunta a una descomposición social alarmante y preocupante que indica que no hay tal gobernabilidad o institucionalidad, al menos no basadas en la legitimidad debida, y que revela cómo la búsqueda del poder político y económico ha llegado a unos niveles de arrabalización tremendos.
Y es que esa obsesión con el tener, más que ser, de la que advertía el mismo Debord, ha llevado a nuestra clase política, o tal vez en honor a la verdad, debiéramos decir mejor politiquera, a llegar al poder no en buena lid y respetuosos de las leyes, los procesos y la voluntad popular, sino en base al dinero y a la más degenerada capacidad de amarre. Ya no importa que las cosas sean malas, sino que el problema es que se diga que lo son.
Producto de esto la democracia ha muerto y se llevó con ella el ejercicio de representatividad y el principio de que el poder pertenece al pueblo y que es su voluntad la que debe reinar. Hoy por hoy los dominicanos no son consultados para la toma de grandes decisiones, independientemente de cuánto le afecten, su participación se limita a ir a las urnas cada cuatro años y al pago religioso de impuestos que a grandes empresas les son exonerados.
Mientras tanto no hay un solo ranking internacional, ya sea en materia de educación o transparencia anti corrupción, en que República Dominicana salga bien parada. Los niveles de inseguridad siguen creciendo y se continúa insistiendo en planes que no van a la raíz del problema, sino que más bien reproducen una cultura represiva, enfoques coyunturalistas y aplicaciones selectivas y “medalaganarias” de las leyes.
¿Lo peor? Cómo el pesimismo dominicano, que en los años finales del siglo XIX y principios del XX impidió, sumado a otros factores, el asentamiento del Estado-Nación liberal, y en cambio nos llenó de tiranos, hoy día es sustituido por una cultura del conformismo que sienta la idea de que para República Dominicana no existe la posibilidad de hacer las cosas bien. Por eso en el plano político siempre terminamos conformándonos con lo menos malo y todo lo indigno es justificado con un “por lo menos”. De ahí, que en un país que amerita lideres de visiones claras, cualquier tuerto es coronado como rey.
En definitiva, subsiste la necesidad de llamar pan al pan y vino al vino, no repetir cosas como papagayos, demandar, exigir, luchar, articularnos, proponer y participar de la creación de un nuevo estado de cosas para que de una vez y por todas construyamos el país que Duarte soñó.
Tomado de hoy.com.do
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