Cuando Leonel Fernández decidió destruir lo que quedaba de oposición, para garantizar su perpetuidad política, se inclinó por Vargas Maldonado porque lo sabía el más incompetente y el menos carismático de los dirigentes del PRD.
Siendo sólo un excandidato presidencial derrotado, lo invitó a suscribir un acuerdo con el pretexto de garantizar la gobernabilidad y asegurar la aprobación de una Constitución hecha a la medida del primero, lo cual aceptó sin pestañar, sin ser presidente todavía del partido y sin autorización previa de sus organismos de dirección, lo cual hubiera bastado para sacarlo del PRD por usurpación de funciones.
La firma de este documento, cuya notoriedad resultó de la coincidencia del color de las corbatas, azules, que ambos usaron ese día, le despojó de toda posibilidad de ganar las elecciones pasadas y la total improbabilidad de vencer a Fernández, en el caso, insólito en lo que al señor Vargas se refiere, de que ambos sean los candidatos en el lejano 2016. Y tal fue su torpeza, propia de la creencia de que un partido se maneja como un negocio de un solo dueño, que aún no parece darse cuenta que ese acuerdo lo sepultó, porque tan pronto como lo suscribió, alentado tal vez por el halago presidencial que lo hacía verse como el líder opositor que en realidad no era, dejó de estar solo en la competencia electoral del 2012, auspiciando lo que parecía imposible: el resurgimiento del expresidente Mejía, quien terminó derrotándolo en las primarias por la candidatura, lo que al parecer no le ha perdonado. En reiterada muestra de su escasa visión política y producto de su evidente frustración, se propuso expulsar a cuantos se le oponen en el PRD, acusándolos de indisciplina, algo inaudito en un partido con tan añeja tradición de disidencia y democracia interna, cuando sus conocidos vínculos con el oficialismo y sus supuestos tratos con un narco hubieran sido suficientes en cualquier otro país para enviarlo a su casa.
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